Por Margarita Gramage Caldentey 08 de febrero de 2025
Resumen
En el presente ensayo se ofrece una exégesis profunda de la concepción benjaminiana del onirokitsch, un concepto que emerge como una síntesis dialéctica entre el imaginario onírico surrealista y la estética kitsch de la cultura de masas. Esta noción se erige como un prisma hermenéutico a través del cual Walter Benjamin disecciona las complejas interrelaciones entre la experiencia onírica, la cultura material y las transformaciones sociales en el seno de la modernidad. En primer lugar, se aborda la conceptualización del onirokitsch como un fenómeno que emerge de las metamorfosis en la percepción y la experiencia humana, catalizadas por el vertiginoso avance tecnológico. A continuación se explora la dualidad inherente al kitsch en su relación con el mundo objetual, examinando tanto su manifestación en la cotidianidad como su potencial revelador en la cultura material de la infancia. Finalmente, se analiza la utilización de las imágenes oníricas y el kitsch ornamental como herramientas heurísticas para desentrañar la reactivación de fuerzas míticas en el seno de la modernidad en la medida en que el autor concibe el kitsch onírico no meramente como una categoría estética, sino como un fenómeno que refleja una profunda mutación en la estructura de la experiencia moderna.
Este ensayo se propone dilucidar la fascinación de Walter Benjamin por el movimiento surrealista y su influencia en la formulación del concepto de “onirokitsch.” El fundamento de dicha exégesis radica en un opúsculo de 1925 titulado Traumkitsch: Glosse zum Sürrealismus ("Onirokitsch: glosa sobre el surrealismo"), en el cual Benjamin efectúa una recensión de tres obras seminales del surrealismo incipiente: Répétitions de Paul Éluard, Une vague de rêves de Louis Aragon y el Manifiesto del surrealismo de André Breton.
Entendemos que la teoría onírica esbozada en este breve ensayo sobre el surrealismo prefigura las elaboraciones más extensas del Passagen-Werk (La obra de los pasajes) magnum opus de Benjamin en su etapa de madurez intelectual. Concebido en 1927 como un "encantamiento dialéctico", el proyecto de redactar un ensayo sobre los pasajes parisinos halla su génesis en esta temprana reflexión, prácticamente coetánea de El origen del drama barroco alemán, donde Benjamin establece una correlación entre el imaginario onírico surrealista y el kitsch de la cultura de masas revelando las complejas interrelaciones entre la experiencia onírica, la cultura popular y las transformaciones sociales de la modernidad.
La noción de kitsch, como categoría estética, ha sido frecuentemente asociada con el surgimiento y consolidación de la cultura de masas en las sociedades occidentales. Esta vinculación se intensificó particularmente tras la Segunda Guerra Mundial, en un contexto de creciente consumismo y hegemonía del sistema capitalista. No obstante, es crucial señalar que los orígenes del término preceden a este período. En su acepción original, el verbo "kitschen" aludía coloquialmente a la práctica de renovar mobiliario antiguo, transformándolo en piezas aparentemente nuevas. Esta etimología ya sugiere la idea de imitación y artificialidad que posteriormente caracterizaría al concepto estético del kitsch. (Moles y Wahl, 1969: 105)
La evolución del kitsch como categoría estética se consolida en las primeras décadas del siglo XX. Sin embargo, sus raíces conceptuales pueden rastrearse hasta el siglo XIX, cuando se produce una transformación significativa en la dinámica social del gusto. Norbert Elias señala un cambio fundamental en el "agente social portador del buen gusto", que deja de ser exclusivamente la aristocracia. (Elias, 1998: 69). En este período, las clases privilegiadas tradicionales adoptan el kitsch como un mecanismo de distinción social. Este fenómeno surge como respuesta a la emergencia de las clases medias y el proletariado, que comenzaban a acceder a ciertos bienes culturales anteriormente reservados a la élite. Consecuentemente, las nociones de "buenas maneras" y "buen gusto", otrora patrimonio hereditario de la aristocracia, se transforman en bienes de consumo. Estos son ahora transmitidos por "especialistas", volviéndose accesibles a cualquier individuo con los medios económicos para costear la instrucción necesaria. Este fenómeno refleja una democratización del gusto, pero también una mercantilización de los valores estéticos. La transición del buen gusto de bien hereditario a bien adquirible marca un punto de inflexión en la historia cultural y estética occidental. El kitsch emerge en este contexto como una manifestación de las tensiones entre la tradición y la modernidad, entre la exclusividad y la accesibilidad, entre lo auténtico y lo imitativo. Su desarrollo posterior como categoría estética en el siglo XX debe entenderse a la luz de estas transformaciones sociales y culturales precedente.
El término "kitsch", que proviene de la palabra alemana "kitschen", que significa "chapucear" o "farfullar", así como de "Kitsch", que se traduce como "baratija", "imitación" o "cursilería", se refiere a cualquier manifestación de "mal gusto”, abarcando diversas áreas como el arte, el cine, la publicidad, la moda, el mobiliario y los objetos de uso cotidiano. Este fenómeno, hijo de la cultura romántica representa una caída desde las más elevadas expresiones del genio hacia el plano de la banalidad. Su aparición histórica se sitúa alrededor de 1870, coincidiendo con lo que Benjamin denomina la "época de la reproductibilidad técnica" de las obras de arte, un periodo que garantiza su difusión masiva en un mercado cada vez más amplio y que provoca el "desmoronamiento del aura", por lo que su propósito fundamental es la estetización, lo decorativo y en la búsqueda de un efecto bello. El kitsch satisface plenamente el deseo de las masas de "apoderarse de los objetos en la más inmediata cercanía". En este contexto, las masas se adueñan de las obras artísticas no desde una distancia perceptiva que favorezca la contemplación, sino a través del "primer plano" (Aufnahme) que ofrecen las copias y reproducciones. (Moles, 1990).
Los surrealistas, atentos a los acelerados cambios en el mundo perceptivo (Merkwelt) influenciado por la técnica, se encontraron con el kitsch mientras buscaban crear un arte que requería una distancia contemplativa. En Une vague de rêves , Aragon describe cómo, hacia 1922, el grupo fue impactado por lo que él llama una "epidemia de sueños". Por su parte, André Breton menciona en su manifiesto que cada noche, antes de dormir, Saint-Pol Roux colocaba un cartel en la puerta de su dormitorio en Camaret que decía: "El poeta trabaja".
Benjamin observa que los jóvenes creían haber desvelado el secreto de la poesía, cuando en realidad estaban eliminando las fuerzas más potentes de su época. Los experimentos surrealistas con técnicas como la escritura automática, el hipnotismo y el uso de sustancias psicoactivas resultaron valiosos, ya que ofrecieron nuevas formas de explorar aspectos esenciales de la conciencia moderna, anticipados por poetas como Rimbaud, Mallarmé y Lautréamont. Estos aspectos incluyen la rápida disolución de las formas de experiencia y la alteración del ritmo perceptivo. La noción de suavizar estos descubrimientos y confinarlos al ámbito literario es completamente ajena a los objetivos del surrealismo. (Ibarlucía, 1998).
El verdadero propósito de esta corriente no era simplemente la creación de obras artísticas, sino más bien enfrentar las profundas implicaciones de los cambios en las relaciones entre el sujeto y el mundo de los objetos técnicos, buscado una “ (…) mediación entre estas dos orillas.” (De Micheli Mario: 1985: p.174). Así nos dice Breton que el surrealismo impondrá una “voluntad de transformación de las causas profundas del hastío del hombre y de subversión general de las relaciones sociales, una voluntad práctica que es la voluntad revolucionaria.” (Breton, 1932: 119) Así Benjamin, lejos de considerar el surrealismo como un mero movimiento literario lo considera “(…) un movimiento ‘iluminado’, profundamente libertario y, a la vez, en busca de una posible convergencia con el comunismo.” (Benjamin, 2002: 44). Él ve en el surrealismo un potencial único para "dar a la revolución las fuerzas de la ebriedad" (Benjamin,1977: 310), destacando su capacidad para unir la energía revolucionaria con la imaginación radical.
De este modo, Benjamín, influenciado por el movimiento, realiza una reflexión sobre el "onirokitsch", la cual, se despliega en un entramado conceptual de gran complejidad, abordando la intersección entre los sueños, la cultura material y las fuerzas míticas en la sociedad moderna. Este análisis se estructura en torno a tres ejes fundamentales que se entrelazan de manera sutil y profunda.
En primer lugar, Benjamín elabora una conceptualización del "onirokitsch" como un fenómeno que emerge de las transformaciones en la percepción y la experiencia humana, catalizada por el vertiginoso avance tecnológico. Este concepto se erige como un prisma a través del cual se puede examinar la metamorfosis de la sensibilidad colectiva en la era de la reproducción técnica. Para Benjamin, el sistema capitalista ha generado un estado de ensoñación colectiva que se ha extendido por Europa, reactivando fuerzas míticas latentes en la sociedad. Este "sueño" capitalista no es simplemente una metáfora, sino una condición real de la conciencia social bajo el dominio del capital. En contraposición, Benjamin concibe el despertar social como un proceso de toma de conciencia revolucionaria, un momento de “iluminación” colectiva que permite romper con el hechizo del capitalismo.
El segundo eje explora la dualidad inherente al kitsch en su relación con el mundo objetual. Por un lado, Benjamín considera el kitsch cotidiano como una manifestación de un estado de conciencia análogo al onírico, donde los objetos adquieren una cualidad casi fantasmagórica. Por otro, examina la cultura material de la infancia, reconociendo en los juguetes y objetos infantiles un potencial revelador de las estructuras sociales y los deseos colectivos.
El tercer eje se centra en la utilización de las imágenes oníricas y el kitsch ornamental como herramientas heurísticas para desentrañar la reactivación de fuerzas míticas en el seno de la modernidad. En la sociedad industrializada, según Benjamin, la conciencia existe en un estado similar al sueño, del cual solo puede ser liberada mediante el conocimiento histórico. Sin embargo, este conocimiento no se encuentra en los relatos oficiales de la historia, sino en los márgenes, en lo descartado y olvidado, entre los escombros de la cultura de masas. Benjamin ve en estos restos culturales no solo una manifestación de la falsa conciencia, sino también un potencial revolucionario latente. Esta perspectiva dialéctica sobre los productos de la cultura de masas es característica del pensamiento benjaminiano, que busca en lo aparentemente banal o desechado las semillas de la transformación social.
Transversalmente a estos ejes, Benjamín introduce el concepto de "iluminación histórica", que actúa como un principio metodológico unificador. Esta noción propone una forma de cognición que trasciende la mera interpretación, buscando revelar las conexiones ocultas entre los fenómenos históricos y las manifestaciones culturales contemporáneas.
La transmisión de la cultura adquiere así, para Benjamin, una dimensión política crucial. No porque la cultura posea en sí misma el poder de alterar directamente el presente, sino porque la memoria histórica, al ser activada y transmitida, tiene la capacidad de influir en la voluntad colectiva de cambio. La iluminación histórica se presenta como una herramienta para comprender el sueño no como un fenómeno atemporal, sino como una experiencia históricamente construida. Así, nos dice que: “Toda época tiene un lado vuelto hacia los sueños” (Benjamin, 2005: 394).
Benjamin, trascendiendo el interés por los procesos oníricos individuales, se enfoca en la vigilia y cómo ésta, en su similitud con el mundo onírico, se convierte en un conducto para proyecciones inconscientes. Esta perspectiva sugiere una continuidad entre el sueño y la realidad diurna, ambos impregnados de significados históricos y colectivos.
Esta concepción de la cultura como repositorio de energías revolucionarias latentes distingue a Benjamin de otros pensadores marxistas de su época. En este contexto, el kitsch, lejos de ser simplemente una degradación del arte, se convierte en un campo de batalla cultural y político. Benjamin ve en el kitsch una manifestación de la aspiración de las masas por "adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías" (Benjamin, 2009) una forma de apropiación que contrasta con la distancia contemplativa del arte tradicional.
Adentrándonos en el texto, Benjamín comienza diciéndonos: “Ya no se sueña con la flor azul; quien hoy despierte como Heinrich von Ofterdingen debe haber dormido demasiado.” (2009:27). Ello supone, desde un primer momento, una crítica mordaz a la persistencia anacrónica de ideales románticos en la era moderna, pues postula que, el sueño, otrora vehículo de sublimes aspiraciones románticas, se transmuta en un espejo gris y polvoriento de la modernidad, reflejando “un camino directo la banalidad” (2009:27), cuya quintaesencia es el kitsch. Esta banalidad se presenta como un reflejo de lo que Walter Benjamin denomina "pobreza de la experiencia" (Erfahrungsarmut), un concepto que alude, en particular, a la generación que vivió entre 1914 y 1918. Esta generación, al despertar del denso letargo del siglo XIX —marcado por ideales de libertad, igualdad y progreso— se enfrenta a la cruda realidad del siglo XX, que se manifiesta como una pesadilla.
La pobreza de la experiencia, según Benjamin, no se limita a la carencia de experiencias privadas, sino que abarca una pérdida más profunda y generalizada en la humanidad. Esta pobreza se manifiesta en la incapacidad de transmitir experiencias significativas de una generación a otra, como lo ilustra la fábula del anciano y el tesoro en la viña. La sociedad moderna, marcada por el avance tecnológico y los horrores de la guerra, ha dejado a los individuos “mudos” frente a sus vivencias, incapaces de articularlas en narrativas coherentes y transmisibles. Este cansancio provocado por la sobresaturación cultural lleva a un tipo de ensueño que compensa la tristeza y la falta de fuerzas en la vigilia, creando un nuevo paisaje onírico. (Benjamin, 1933: 3).
Este nuevo paisaje onírico, que alguna vez fue pintoresco y fértil en el romanticismo, ha sido transformado por la guerra, convirtiéndose en “la aridez de un campo de batalla” (Benjmain, 2009: 27). La guerra irrumpe en este paisaje con sus estadísticas y nóminas, estableciendo criterios de justicia e injusticia e incluso delimitando las fronteras del sueño mismo. De esta catástrofe planetaria surge un sujeto desprovisto de experiencias significativas. Las personas regresan del frente de combate no enriquecidas, sino empobrecidas en términos de “experiencias comunicables” (mitteilbarer Erfahrungen) Las vivencias anteriores han sido desmentidas: lo militar ha sido socavado por la guerra de trincheras; lo económico, por la inflación; lo corporal, por el hambre; y lo moral, por la tiranía. En este contexto, el único refugio que encuentra el hombre moderno es el sueño, donde puede hallar una "compensación" a la tristeza cotidiana y un “alibí” que le permite aspirar a una vida simple y grandiosa para la cual carece de fuerzas durante las horas diurnas. (Ibarlucía, 1998: 30).
Esta metamorfosis del onirismo, lejos de ser una mera observación estética, refleja una profunda mutación en la estructura de la experiencia y, por tanto, se erige como un prisma a través del cual Benjamín disecciona la modernidad y sus fantasmagorías, pues “el soñar participa de la historia”(Benjamin, 2009: 27), esto es, los sueños, lejos de ser emanaciones etéreas desligadas de la realidad material, están profundamente imbricados en el tejido histórico, lo que permite a Benjamin entrelazarlo con su crítica a la sociedad capitalista, a la que concibe como un “espeso sueño” que ha reanimado fuerzas míticas en la modernidad.
Así, contrariamente a la narrativa del progreso y la secularización, la modernidad no ha superado completamente las formas de pensamiento mítico-religioso. En su lugar, estas fuerzas han sido transmutadas y reincorporadas en nuevas configuraciones. El capitalismo, según Benjamin opera con una lógica cuasi-religiosa, generando sus propios mitos, rituales y objetos de culto, y entre ellos, se encuentra el kitsch. Este, hace evidente en que se ha convertido el sueño en la modernidad, pues, al perder su dimensión sublime, se ha reducido a una banalidad estética influenciada por las dinámicas de mercado y la cultura de masas en el capitalismo. Lo que se manifiesta en estos sueños, lo que se encuentra con el sujeto contemporáneo, es el universo de objetos técnicos, “(Porque también la técnica, (…) es en ciertos estadios testimonio de un auténtico sueño colectivo).” (Benjamin: 2005: 397).
Es por ello que Benjamin nos dice que “la historia del sueño aun esta por escribirse” (2009:27), porque el fenómeno onírico no ha sido adecuadamente estudiado desde una perspectiva histórica, ya que, para nuestro autor, estos no son meras manifestaciones psicológicas individuales sino que están profundamente imbricados en la materia social e histórica de cada época. La idea de “abrir una perspectiva” (2009:27) en esta historia no escrita del sueño indica la necesidad de un nuevo enfoque metodológico y conceptual para abordar el estudio de lo onírico. Benjamín propone que esta nueva perspectiva tendría un efecto revolucionario, descrito metafóricamente como “asestar un golpe decisivo”(2009:27).
El objeto de este golpe es “la superstición de su encadenamiento a la naturaleza” (2009:27), esto es, un despertar que disuelva la mitología romántica en el espacio de la historia. Aquí, Benjamin critica la concepción predominante del sueño como un fenómeno puramente natural o biológico, desligado de las condiciones históricas y culturales. Esta superstición representa una visión reduccionista que ignora la dimensión social e histórica de la experiencia onírica. Así, propone, como medio para superar dicha superstición —la que vincula los sueños exclusivamente con la naturaleza—, “la iluminación histórica” (historische Erleuchtung) , una herramienta metodológica que busca situar los sueños en su contexto histórico y desmitificar su supuesta intemporalidad, estableciendo una relación dialéctica entre el pasado reciente, específicamente la segunda mitad del siglo XIX, y el pasado arcaico de la prehistoria. Benjamin propone que ciertas constelaciones de fuerzas en el presente abren vías de acceso a formas del pasado. Esta idea culmina en el concepto de “imagen dialéctica”, donde la verdad histórica emerge del encuentro entre el “ahora de su cognoscibilidad” y momentos específicos del pasado.
Este despertar implica reconocer la presencia de fuerzas míticas en la cultura de masas y en los objetos cotidianos, transformando así nuestra comprensión del presente y del pasado. La tarea del pensador moderno, según Benjamin, no es interpretar los sueños de una época, sino mostrarlos, exponiendo las contradicciones y tensiones que subyacen en la superficie aparentemente banal de la vida moderna.
Los surrealistas, como André Breton y Paul Éluard, consideraban los sueños como una vía para acceder a lo inconsciente y liberar fuerzas creativas reprimidas. En este sentido, entendían el mundo onírico, no como el mero resultado de tensiones personales, sino como “un campo de batalla” (Benjamin 2009:27), donde se manifiestan las tensiones culturales, sociales y estéticas de un momento histórico. Al centrarse menos “en la huella del alma que sobre la de las cosas” ” (Benjamin 2009:30), realizan un desplazamiento del enfoque introspectivo hacia una consideración más objetiva y materialista de la experiencia onírica, pues en lugar de buscar el significado oculto de los sueños a través del análisis del alma o del individuo, los surrealistas exploran cómo los objetos y las imágenes se entrelazan en la vida cotidiana, revelando así las fuerzas culturales subyacentes.
Benjamin sostiene que el soñar no es un fenómeno individual o ahistórico, sino una forma de experiencia profundamente influida por las condiciones históricas de cada época. Los sueños, en su forma, contenido y función, varían según el momento histórico al que pertenecen. Este enfoque contrasta con la visión romántica del sueño como un espacio sublime y trascendente, ejemplificado en la figura de la “flor azul” de Novalis, símbolo de ideales inalcanzables y lejanías poéticas. En cambio, Benjamin describe los sueños modernos como una superficie gris y polvorienta, marcados por la banalidad y despojados de su capacidad para inspirar lo sublime.
Al habernos sido negada esa apertura hacia una “azul lejanía”, Benjamin señala una ruptura fundamental con la concepción romántica del sueño como vía de acceso a lo trascendente. En su lugar, “se ha vuelto gris” (2009:27), algo que evoca la monotonía, y la indistinción, la homogeneización de la experiencia onírica en la modernidad. Así “Los sueños son ahora un camino directo a la banalidad.”(2009:27). Esta banalización del sueño refleja la transformación de la experiencia en la modernidad capitalista, pues “De una vez para siempre, la técnica revoca la imagen externa de las cosas, como billetes de banco que han perdido vigencia.” (2009:28).
Cabe señalar, que, en un sentido jurídico, revocar implica dejar sin efecto una concesión, un mandato o una resolución. En este contexto sugiere que la técnica anula o invalida algo que antes era inherente a los objetos: su “imagen externa”. Esta revocación no es una simple alteración o modificación, sino una anulación completa de un aspecto fundamental de las cosas. Esta imagen externa se refiere a la totalidad de la presencia sensible del objeto, incluyendo su unicidad, su historia, y lo que Benjamin denomina su “aura”.
El aura, para Benjamin, es esa cualidad intangible que confiere a un objeto su autenticidad y su singularidad en el tiempo y el espacio: “En la época de la reproductibilidad técnica, lo que queda dañado de la obra de arte, eso mismo es su aura.” (Benjamin, 2008: 14).
Los billetes de banco son objetos que derivan su valor no de sus propiedades físicas, sino de un acuerdo social y económico. Cuando pierden vigencia, se convierten en meros pedazos de papel, despojados de su función y significado original. De manera similar, Benjamin sugiere que la técnica despoja a los objetos de su valor intrínseco, de su “aura”, convirtiéndolos en meras imágenes reproducibles.
La técnica, al permitir la reproducción infinita de imágenes y objetos, socava la unicidad y la autenticidad que antes caracterizaban a la experiencia estética y a nuestra relación con el mundo material. Lo que provoca que “Ahora la mano se aferra a esta imagen una vez más en el sueño y acaricia sus contornos familiares a modo de despedida.” (2009: 28.) Este ahora implica un momento de transición, un punto de inflexión en la relación entre el sujeto y el objeto de su percepción, donde la mano, que representa la capacidad táctil y aprehensiva del individuo, su forma más directa de interactuar con el mundo material, es el último vestigio de una relación auténtica con los objetos en un mundo cada vez más mediado por la reproducción técnica. La mano que se aferra a la imagen en el sueño gesta un intento desesperado por retener algo que se pierde de modo ineluctable.
La ubicación de esta acción en el sueño no es anecdótica. El sueño, en la tradición psicoanalítica y surrealista que tanto influyó en Benjamin, es un espacio de libertad subconsciente, un reino donde las reglas de la realidad cotidiana se suspenden. Sin embargo, en este contexto, el sueño se presenta como un espacio que también ha sido contaminado por la vida moderna, pues “toma a los objetos por el lugar más común” (Benjamin, 2009: 28), lo que sugiere una forma estandarizada y poco reflexiva de relacionarse con las cosas aun en el sueño.
Ello contrasta con el modo de relacionarse de los niños, quienes “no aferran el vaso, meten la mano dentro”(Benjamin, 2009: 28), esto es, en lugar de utilizar los objetos de manera convencional o “adecuada”, como lo harían los adultos, los niños exploran las posibilidades inherentes a los objetos de formas inesperadas y creativas. La acción de meter la mano dentro del vaso, en lugar de simplemente sostenerlo, simboliza una forma de interacción más directa, táctil y exploratoria con el mundo. Esta interacción refleja la ausencia de preconcepciones y convenciones sociales en la mente infantil, permitiendo una experiencia más inmediata y auténtica del objeto. En el contexto de Infancia en Berlín hacia 1900, esta observación se alinea con la visión de Benjamin de la infancia como un estado de percepción única y valiosa.
El autor establece una analogía entre el imaginario onírico surrealista y un libro infantil de estampas, cuyas páginas se despliegan como un acordeón. Estas páginas, al caer, revelan versos enigmáticos que evocan acertijos, mezclando conceptos aparentemente incongruentes como la pereza, la desgana y la muerte. Esta yuxtaposición de imágenes y textos, creados por los surrealistas y sus colaboradores artísticos, sirve como punto de partida para una reflexión más profunda sobre la infancia, pues el kitsch presenta la forma en que el sujeto moderno se relaciona con lo cotidiano durante la niñez. (Benjamin, 2009: 29).
Esta etapa se caracteriza por una percepción sin filtros de la realidad, donde incluso los objetos más mundanos adquieren un encanto extraordinario. La imaginación infantil no requiere de grandes estímulos para florecer, y las circunstancias materiales, por adversas que sean, se experimentan de manera optimista. En la infancia se abraza lo banal y lo bueno simultáneamente, sin distinción. Esta experiencia está impregnada de empatía, afecto y elementos kitsch, que se manifiestan en la ornamentación excesiva de los interiores burgueses decimonónicos y en la verbosidad sentimental de las conversaciones cotidianas. Esa sentimentalidad de la generación precedente, lejos de ser un mero exceso emocional, constituye un vehículo para la comprensión objetiva de nuestros propios sentimientos. La ambigüedad del lenguaje parental se transforma, en la percepción del hijo, en una figura enigmática, condensando significados complejos en expresiones aparentemente simples.
Al citar el manifiesto surrealista de Breton, Benjamin subraya la aspiración del movimiento a desmantelar las convenciones del diálogo, liberando a los interlocutores de las restricciones de la cortesía y la lógica lineal. En esta concepción, las palabras e imágenes funcionan no como vehículos de significado directo, sino como catalizadores de asociaciones libres y pensamientos divergentes. El autor culmina su reflexión con una paradoja provocativa: la verdadera comunicación, según esta perspectiva, no reside en la transmisión precisa de ideas, sino en el “malentendido dialógico”. Este concepto sugiere que la riqueza del diálogo se halla en las interpretaciones divergentes y en las resonancias inesperadas que surgen entre los interlocutores. La habilidad para comunicarse efectivamente, entonces, se mide no por la claridad de la transmisión, sino por la fecundidad de los malentendidos que genera.
Sin embargo, lejos de procurar cultivar la experiencia lúdica del niño, la modernidad condiciona nuestra percepción en el estado onírico, de forma que, impone la fuerza colectiva de la convención cultural, lo que erosiona la singularidad de nuestro modo de relacionarnos con los objetos en el sueño. De este modo Benjamin se pregunta: ¿Y qué lado ofrece la cosa al sueño? ¿Cuál es el lugar más común?" y contundentemente concluye: “Es el lado gastado por el hábito y adornado de frases hechas. El lado que la cosa ofrece al sueño es el kitsch.” (2009: 30). Las “frases hechas” son expresiones trilladas, clichés que han perdido su poder original debido a la repetición excesiva. Al describir este adorno como “barato”, Benjamin sugiere una forma de decoración superficial y sin valor intrínseco, una capa de significado impuesta que no emana de la esencia del objeto mismo.
En este sentido el Kitsch no es simplemente un estilo estético de mal gusto, sino un modo de percepción y relación con los objetos característico de la cultura de masas en la sociedad capitalista. Al afirmar que el kitsch es el aspecto que las cosas presentan en el sueño, Benjamin sugiere una profunda transformación de la experiencia onírica en la modernidad. Tradicionalmente, el sueño se ha considerado un espacio de libertad subconsciente, un reino donde las reglas de la realidad cotidiana se suspenden. Sin embargo, Benjamin propone que incluso este ámbito íntimo y supuestamente libre ha sido colonizado por las formas más superficiales y comercializadas de la cultura.
Por tanto, el “onirokitch” describe cómo los sueños se han convertido en un reflejo trivial y banal de la realidad contemporánea. Este fenómeno está estrechamente relacionado con el impacto de la técnica moderna sobre las estructuras de percepción y experiencia. La técnica, al transformar radicalmente la relación del ser humano con el mundo material, también ha alterado la naturaleza del sueño. Los objetos que aparecen en los sueños ya no son portadores de significados profundos o misteriosos; en cambio, presentan su lado más desgastado y trivial, aquello que Benjamin identifica como kitsch. El kitsch onírico se manifiesta como una especie de “despedida” de los objetos familiares, donde estos son tomados por sus aspectos más superficiales y manoseados. Esta banalización del sueño refleja no solo la pobreza cultural de la modernidad, sino también una transformación en cómo se experimenta lo onírico: ya no como un portal hacia lo maravilloso, sino como un simple eco de las condiciones materiales y culturales del presente.
Sin embargo, cabe señalar el Kitsch es definido de varias maneras. Por un lado, es concebido como un mecanismo para “penetrar en el corazón de las cosas obsoletas”(Benjamin, 2009: 30), lo que sugiere que el kitsch tiene la capacidad de revivir y reinterpretar elementos del pasado en el presente, ya que permite “absorber la energía del extinguido mundo de las cosas” (Benjamin, 2009: 30). Así el kitsch actúa como un vehículo para reconectar con un pasado perdido, sin embargo, en la medida en que es la manifestación de los deseos colectivos de la sociedad de masas, lo hace de una manera superficial y trivial. El kitsch busca adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías con lo que hace accesibles y familiares elementos que de otro modo podrían ser distantes o ajenos y así los objetos kitsch encarnan el estado de ensueño que define al capitalismo y a sus fuerzas míticas, lo que sugiere que son una manifestación de las fantasías y mitos generados por el sistema capitalista.
El Kitsch onírico, en este sentido, se convierte en una “máscara de lo banal” (Benjamin, 2009: 30), que aparece tanto en los sueños como en la vida cotidiana pues refleja cómo los objetos banales y desgastados por la costumbre adquieren una nueva dimensión dentro de los sueños, presentándose como símbolos que conectan con un mundo de cosas desaparecidas o extintas. De este modo, el kitsch, en su banalidad y su capacidad para evocar emociones fáciles, representa tanto la pérdida de un significado profundo como la persistencia de una conexión con el pasado, por degradada que sea.
Esta aparente contradicción entre la conservación del pasado y la sucumbencia a la modernidad en el kitsch refleja la compleja dialéctica benjaminiana de la historia y el progreso. Por un lado, el kitsch preserva vestigios del pasado en forma de objetos obsoletos, actuando como un repositorio de la memoria colectiva. Estos objetos, aunque desprovistos de su función original, retienen una carga simbólica y emocional que los conecta con épocas anteriores. Sin embargo, esta preservación ocurre dentro del marco de la modernidad y sus modos de producción y consumo. El kitsch, al reproducir y comercializar estas formas del pasado, las somete a las lógicas del mercado y la reproducción técnica, despojándolas de su autenticidad original. Este proceso de mercantilización y reproducción masiva es inherentemente moderno y contribuye a la erosión del aura que Benjamin asocia con el arte tradicional. Además, el kitsch, al hacer accesibles y manipulables estos vestigios del pasado, altera fundamentalmente la relación entre el individuo y la historia. Ya no se trata de una contemplación reverencial del pasado, sino de una apropiación activa y a menudo irreverente de sus formas y símbolos. Esta nueva relación con el pasado es en sí misma una manifestación de la sensibilidad moderna, caracterizada por la fragmentación, la yuxtaposición y la recontextualización.
En consecuencia, el kitsch, según la visión de Benjamin, encarna una paradoja central de la modernidad: la simultánea preservación y transformación del pasado. Al acercar el mundo de las cosas al cuerpo y la experiencia inmediata del individuo, el kitsch altera irrevocablemente nuestra relación con la historia y la cultura material, reflejando así las tensiones y contradicciones inherentes a la condición moderna. El berlines asocia este fenómeno con el trabajo del sueño en el psicoanálisis, pero mientras Freud busca descifrar el contenido psíquico subyacente, Benjamin y los surrealistas se centran más en las huellas materiales y objetuales. En este sentido, el kitsch onírico representa una última caricatura del “tótem” de los objetos, una forma degradada que absorbe la fuerza simbólica de un pasado perdido. Así, si bien es cierto que el surrealismo descubre en los objetos cotidianos una dimensión mítica y prehistórica que conecta con lo onírico, el kitsch se muestra como una caricatura de este potencial simbólico que absorbe la fuerza de un mundo extinto.
El kitsch funciona como una “máscara de lo banal” que absorbe “la fuerza del mundo de las cosas desaparecidas.” Esto sugiere que el kitsch retiene, de manera distorsionada, el poder simbólico de objetos antiguos. En el kitsch, “el mundo de las cosas vuelve a acercarse a las personas”; esta tactilidad contrasta con la distancia reverencial que caracterizaba la experiencia del arte aurático, pues en la experiencia estética clásica requería una separación física y conceptual del observador. Esta afirmación evoca la noción benjaminiana del “aura” en el arte, que implica una distancia reverencial entre el espectador y la obra, : “Lo que llamábamos arte sólo comienza a dos metros del cuerpo”(Benjamin, 2009:30), pues mientras que el arte aurático se basaba en una experiencia de distancia y unicidad, con el advenimiento del kitsch se trunca dicha separación, ya que ofrece una experiencia de proximidad y familiaridad, aunque a costa de la profundidad y autenticidad: Pero ahora, en el kitsch, el mundo de las cosas vuelve a acercarse al hombre; se deja agarrar en un puño y conforma al fin en su interior su propia figura.” (Benjamin, 2009: 30).
La internalización del kitsch genera una fusión entre el sujeto moderno y la herencia cultural materializada en los objetos kitsch. De este modo, el “hombre amueblado” emerge como una figura emblemática de esta nueva condición, donde el individuo no solo habita un espacio, sino que incorpora en su ser la esencia de los objetos que lo rodean. Ese hombre es un “nuevo ser humano”, descrito como un “ser humano amueblado”. Esta figura representa a un individuo moldeado por las formas y aparatos del entorno moderno, donde el arte y los sueños están intrínsecamente conectados a la experiencia cotidiana sugiriendo que nuestras identidades están cada vez más determinadas por las imágenes y objetos consumibles que nos rodean.
En conclusión, en este nuevo paradigma, la proximidad táctil reemplaza a la distancia contemplativa, generando una intimidad inédita entre el sujeto y los objetos culturales. Esta cercanía, si bien puede interpretarse como una democratización del acceso a la experiencia estética, también implica una internalización de las formas culturales que transforma la constitución misma del sujeto. El “hombre amueblado” emerge, así como una figura paradigmática de esta nueva condición, encarnando la fusión entre el individuo y su entorno objetual. Esta simbiosis entre ser humano y cultura material no solo reconfigura la experiencia estética, sino que también redefine los contornos de la subjetividad moderna. De este modo, lejos de ser una mera degradación del arte, representa una respuesta compleja a las tensiones y contradicciones de la modernidad, ofreciendo nuevas formas de experiencia y subjetividad que, aunque desprovistas del aura tradicional, no carecen de potencial crítico y transformador.
BIBLIOGRAFÍA
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